lunes, 17 de noviembre de 2008

Vivencias urbanas


Una fría y lluviosa mañana, sentados en la banca de la parada del transporte público estaban un niño y una niña de unos 6 y 8 años. Por el parecido, podría asegurarse que eran hermanos. A pesar del frío, ambos niños no llevaban más que unas remeritas de algodón y pantalones cortos. El niño iba con los pies descalzos pero la niña lucía unas medias que le llegaban hasta las rodillas y unos zapatitos blancos no muy gastados.
Mientras los vehículos pasaban raudamente frente a nosotros, escuché que el niño casi en un susurro le dijo a la niña: “Tengo frío”. Sin mediar palabras, en un acto espontáneo y casi mágico, la niña se despojó de sus calzados y medias, y generosamente, con una sonrisa, los entregó al niño.
El niño se calzó rápidamente y junto a la niña subieron al primer transporte público que se detuvo para descender algunos pasajeros. Así, continuaron su jornada entregando estampas religiosas a cambio de monedas.
Entre las revueltas ideas que giraron en mi mente - tristeza, indignación e impotencia - cobró fuerza una fuerte sensación de admiración y respeto por ese gesto que, a pesar de todo, me llenó de esperanza. Un gesto de desapego material, solidaridad y respuesta inmediata ante la necesidad de otra persona, de manos de una niña de 8 años.

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